El
17 de diciembre de 1830, en la Quinta «San Pedro Alejandrino», cerca de
Santa Marta (Colombia), dejó de existir el Genio de la Libertad, el más
Grande Hombre de América. A la 1 en punto de la tarde, «murió el sol
de Colombia», Simón Bolívar.
Había recibido de manos del Cura de la aldea de Mamatoco los Santos Sacramentos.
Después de haber dado libertad a tantos millones de suramericanos, Bolívar
se halla en su último instante muy solo. Apenas le rodean Mariano Montilla,
Fernando Bolívar, José Laurencio Silva, Portocarrero, el edecán Wilson,
Ibarra, Cruz Paredes, José María Carreño...
El
médico de cabecera Alejandro Próspero Reverend, viendo que
llegaba el momento supremo los llamó y les dijo: «Señores, si queréis
presenciar los últimos momentos y postrer aliento del Libertador, ya es
tiempo». Pero, indudablemente, Bolívar continúa vivo en el corazón de
los pueblos, en la ideas que parecen escritas para nuestros días, en las
acciones que son permanente ejemplo para todos aquellos que sienten de
verdad lo que es una patria redimida. El Sol de Colombia sigue brillando.
Bolívar
lo vivió. Destituido de todos sus cargos por la oligarquía grancolombiana
—asesinado, antes, su noble amigo el mariscal Sucre que ganara en
los Andes, en 1824, la última batalla de la Independencia y es necesario
decir que nunca se supo quién le preparó la emboscada de la muerte—,
fue abandonado, Bolívar, a su suerte. Camino de su destierro a Venezuela,
sublevada ya ante su posible llegada porque iba precedido de la apelación
de dictador, Bolívar no tuvo a su lado nada más que un grupo de amigos:
contados con los dedos.
Enfermo,
le curaba el médico francés Alejandro Prospero Reverend. Arribado a la
ciudad costeña de Santa Marta, el Libertador no encontró techo de recepción
nada más que en la casa de un español: Joaquín de Mier. Ya próximo a la
muerte se refugió en la Quinta de San Pedro Alejandrino. Esta mansión
pertenecía, también, al mismo español. En San Pedro Alejandrino pronunció
aquella invocación a la ironía: "Jesucristo, Don Quijote y yo hemos
sido los más insignes majaderos de este mundo".
AÑOS
FINALES
Los
últimos dos años de la vida de Bolívar están llenos de amargura y frustración.
Hizo un balance de su obra, comprobando que lo más importante quedó sin
hacer mientras lo hecho se desmoronaba. La independencia integral de América,
el plan para llevar las tropas libertarias a Cuba, Puerto Rico y Argentina,
que se aprestaba a una guerra contra el imperio brasileño, o a la España
monárquica, si fuera necesario, quedaban como lejanas utopías imposibles
de realizarse. La confederación grancolombiana, o la andina, o la anfictionía
americana, todo eso que estuvo a punto de cumplirse, debía posponerse
ante otro tipo de problemas inmediatos: fuerzas del Perú invadieron el
Ecuador, y su expulsión le llevó casi todo 1829. El general José María
Córdova, uno de sus más cercanos amigos, dirigió una revuelta y fue asesinado.
El general Páez, desobediente y
desleal, se le insubordinó también y declaró la separación de Venezuela.
Se vio obligado a expulsar de Colombia a Santander, antes uno de sus mejores
aliados. A comienzos de 1830, Bolívar regresó a Bogotá para instalar otra
vez un Congreso Constituyente; ante esa soberanía, renunció irrevocablemente.
Ahora sólo deseaba irse lejos de Colombia, a Jamaica o a Europa, aunque
vaciló y pensó que bien valía la pena comenzar de nuevo, reuniendo a sus
leales en la costa colombiana. Varios sectores del ejército se levantaron,
esta vez en su favor, pero ya era tarde. Cada vez más enfermo, logró llegar
a Cartagena a esperar el buque que lo alejaría de tanta ingratitud. Para
su mayor desgracia, recibió en Cartagena la noticia de que Sucre, el más
capaz de sus generales y tal vez el único que podía sustituirlo, había
sido asesinado en Berruecos, a los 35 años de edad.
Contemporizando
con la muerte que ya se anunciaba, aceptó la hospitalidad que le ofrecía
el generoso español Joaquín de Mier, para llevarlo a su finca, un trapiche
llamado San Pedro Alejandrino, en las proximidades de Santa Marta, a descansar.
Tradicionalmente se ha dicho que Bolívar estaba tuberculoso, pero algunos
médicos sostienen hoy día que una amibiasis le atacó el hígado y los pulmones.
Dictó testamento el 10 de diciembre de 1830. Ese mismo día emitió su última proclama pidiendo, rogando por
la unión. Siete días después, a la una de la tarde, como dijo el comunicado
oficial, «murió el Sol de Colombia». Vivió 47 años, 4 meses y 23 días.
Sepultado en la iglesia mayor de Santa Marta, allí quedó su corazón, en
una urna, cuando los restos fueron llevados a Caracas doce años después.
Un
recuento de su obra militar no encuentra similar en la historia de América.
Participó en 427 combates, entre grandes y pequeños; dirigió 37 campañas,
donde obtuvo 27 victorias, 8 fracasos y un resultado incierto; recorrió
a caballo, a mula o a pie cerca de 90 mil kilómetros, algo así como dos
veces y media la vuelta al mundo por el Ecuador; escribió cerca de 10
mil cartas, según cálculo de su mejor estudioso, Vicente Lecuna; de ellas,
se conocen 2939 publicadas en los 13 tomos de los Escritos del Libertador;
su correspondencia está incluida en los 34 tomos de las Memorias del general
Florencio O'Leary; escribió 189 proclamas, 21 mensajes, 14 manifiestos,
18 discursos y una breve biografía, la del general Sucre. Personalmente,
o bajo su inspiración, se redactaron cuatro Constituciones, a saber: la
Ley Fundamental del 17 de diciembre, creadora de Colombia (Angostura);
la Constitución de Cúcuta (1821); el proyecto de Constitución para Bolivia
(1825); y el decreto orgánico de la dictadura (1828). No tuvo tiempo para
completar su obra magna: la unidad política de Latinoamérica, la liberación
de Cuba y Puerto Rico, el apoyo a Argentina contra el imperio brasileño,
la Confederación Andina (1825), la ayuda a la propia España para liberarse
de los monarquistas (1826), en fin, el establecimiento de una sociedad
utópica, donde se logre «la mayor suma de felicidad posible, la mayor
suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política» (1819).
En 20 años de intensa vida política, 7538 días de actividad revolucionaria,
a partir de su misión diplomática a Londres (1810) y hasta su deceso en
Santa Marta, casi no hubo día en que no redactara una carta o emitiera
un decreto, o que recorriera 13 kilómetros diarios en promedio.
América
ha reconocido a Bolívar como el paradigma y símbolo más querido de su
identidad y soberanía. En 1842 el Congreso de Venezuela dispuso que las
cenizas del Libertador fueran trasladadas con toda pompa de Santa Marta
a Caracas y reposan hoy en el magnífico Panteón Nacional. En 1846 Colombia
puso la estatua de Pietro Tenerani en el centro de Bogotá. En 1858 Lima
le erigió una estatua ecuestre, reconociéndolo como Libertador de la nación
peruana.
En
1891 Santa Marta puso una estatua de mármol junto a la Quinta de San Pedro
Alejandrino. Ya desde la segunda mitad del siglo XIX se le levantaron
monumentos en casi todas las ciudades importantes de América y en muchas
de Europa. Se cumplió así la insuperable sentencia de Choquehuanca: «Con
los siglos crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina».
INTEGRACION
DE LA PERSONALIDAD DE SIMON BOLIVAR
Tres
son esencialmente los cauces formativos de la personalidad cultural del
Libertador: los maestros, los viajes y las lecturas.
Bolívar
dice que fue educado como podía serlo un niño rico en la América bajo
dominio hispano, nunca le faltaron instructores de calidad. Su madre y
su abuelo buscaron para la enseñanza inicial al Pbro. José Antonio Negrete,
a Guillermo Pelgrón, Fernando Vides y otros distinguidos preceptores;
entre éstos también contóse Andrés
Bello como maestro de literatura y geografía; igualmente recibió lecciones
de matemática del ilustrado Padre Andújar, noble personalidad intelectual
y humana, muy admirada por Humboldt; también fue discípulo del Licenciado
Sanz. Fue don Simón Rodríguez, sin embargo, el más
influyente maestro de Bolívar; a ningún otro en todo instante -y especialmente
en los años de gloria y de altura- le reconoció tanto poder sobre su corazón;
sólo de Rodríguez dijo: "cuyos consejos y consuelos han tenido siempre
para mí tanto imperio".
Don
Simón Rodríguez, precursor y animador de la inquietud bolivariana, es
por antonomasia el Maestro del Libertador; antes de que éste independizara
a América, -su "maestro universal"- hace su tarea: independiza
a Bolívar, lo divorcia de la realidad tradicional y lo acerca a la verdad
futura; le ayuda a conseguir la perspectiva propia de un creador, a intuir
su faena y a calcular las fuerzas de sus auxiliares y sus enemigos. Simón
Rodríguez llama a Bolívar a ser terriblemente cuerdo entre aquellos mediocres
que se autoestiman depositarios del buen juicio y de la sensatez, y a
los ojos de los cuales la Independencia tenía que ser una "locura"
singular.
La
enseñanza de Rodríguez se cumple en la adolescencia y en los umbrales
mismos de su edad adulta; superados algunos roces de la infancia entre
maestro y discípulo, roces que nunca más recordará El Libertador, la compenetración
entre ambos es intensa y duradera. Por el carácter independiente y rebelde
de Rodríguez se comprende que cale tan hondo en el espíritu del joven.
Además
de los maestros señalados, cuya enseñanza se desenvolvía sin "método"
y con irregularidades motivadas por circunstancias propias de un alma
inquieta y mimada, hay que señalar como los únicos estudios sistemáticos
realizados por Bolívar, los de matemática en la Academia de San Fernando
de Madrid. En esta ciudad hizo además el estudio de las lenguas francesa
e inglesa con profesores competentes, bajo la inspección de su representante
el Marqués de Ustáriz.
Conviene
subrayar que adelantándose al concepto de la educación integral, los responsables
de la formación bolivariana no se preocuparon sólo por los conocimientos
teóricos; El Libertador recibió desde niño lecciones de esgrima, equitación
y baile.
Desde
la antigüedad se ha apreciado el valor formativo de los viajes. Nada mejor
para el logro de una genuina mentalidad comprensiva, de un, espíritu tolerante,
de una visión perspectiva capaz de recibir la relatividad de las culturas,
y por ende, de facilitar el progreso y desterrar el dogmatismo.
El
propio Libertador asigna a los viajes una importancia fundamental en su
carrera; el 10 de mayo de 1828 decía: "es de creer que en Caracas
o San Mateo no me habrían nacido las ideas que me vinieron en mis viajes,
y en América no hubiera tomado aquella experiencia ni hecho aquel estudio
del mundo, de los hombres y de las cosas que tanto me ha servido en todo
el curso de mi carrera política".
Tres
viajes realizó Bolívar a Europa con motivos diversos, pero tácitamente
con un solo fin: construcción de su personalidad, búsqueda y acumulación
de experiencias, elaboración de un destino. El primer viaje, siendo niño,
es de estudios y culmina con su matrimonio. Pasa por México y Cuba, se
sitúa en España y conoce Francia. Tiene oportunidad de presenciar la coronación
de Napoleón y de sentir desprecio por primera vez, por la actividad que
responde única y ciegamente a la ambición de poder. El segundo viaje lleva
por propósito la distracción de la viudez temprana, dura tres años en
los cuales disipa una cuantiosa fortuna material, culmina en el Monte
Sacro y en el Juramento definitivo:
es el viaje de aprendizaje con Rodríguez. Visita España, Inglaterra, Francia,
Portugal, Italia y parte de Austria y Alemania; a su regreso desembarca
en los Estados Unidos. La visión de los diversos pueblos europeos, colectividades
con tradición que arranca de remotos tiempos, lo hará ser más comprensivo
con su pueblo. En Europa logrará un más exacto sentido de las proporciones
que no puede alcanzar en su patria, hallará una más vieja y alta tribuna
para asomarse al espectáculo del devenir universal. Europa lo incita a
la reflexión. Con satisfacción maravillada advierte que los problemas
de América desde allá se miran con más claridad. Bolívar se descubre a
si mismo en Europa, se aprecia mejor, se autocritica con mayor justicia;
en este viaje eligió su signo y cimentó la evidencia de que no iba equivocado.
Bolívar calibra en este viaje la diferencia entre Europa y América: un
continente con entidad espiritual lograda en más de dos mil años; y otro,
con el problema de culturas desiguales que no logran fundirse, con tres
siglos apenas de historia conocida, en trance de indagación de su propia
alma.
En
el tercer viaje a Europa, va de diplomático a la Gran Bretaña, como intérprete
de una de las primeras embajadas venezolanas. Bolívar tiene ocasión de
gustar calmadamente la vida inglesa, este viaje es también, por eso, fundamental;
sentirá siempre una admiración extraordinaria por el pueblo inglés, en
el cual halla mucho de lo que falta en América y que él se empeña en fundar:
estabilidad, respeto, dignidad, sensatez, sentido práctico, le produce
la más viva impresión; quiere para América ese grupo sencillo de virtudes
británicas: realización efectiva de la libertad y democracia en un clima
sin violencias; tradición amorosamente cultivada como elemento vertebrador
de la personalidad colectiva a través de las épocas. Esta justa apreciación
de la calidad de la sociedad británica es la razón que lleva a Bolívar
a recomendar cuantas veces puede una alianza de América con el estilo
de vida de Inglaterra.
No
sólo a Europa se dirigió la inquietud bolivariana; después, en plena contienda
emancipadora, y por imperativos y necesidades de la misma, recorre a pie,
a caballo, en flecheras, bergantines, goletas, etc., la mayor porción
del continente americano. Desde Boston a Plata, los puntos más septentrionales
y meridionales del itinerario bolivariano, prácticamente nada le es desconocido;
tuvo la vivencia exacta de la patria americana; Bolívar la vivió y la
sintió íntegramente, y siempre estuvo donde fue necesaria su presencia.
Quienes en nuestro tiempo viajan por vía aérea sobre los altos picos y
profundas hondonadas de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, más o menos
paralelamente al Pacifico, se asombran de la dimensión material del esfuerzo
bolivariano.
Desde
su adolescencia Bolívar tuvo el hábito de la lectura; el suyo fue un proceso
continuo de vigorización y renovación de su personalidad intelectual.
Es imposible construir una lista exhaustiva de los autores leídos por
Bolívar, pero remitiéndonos nuevamente a la información contenida en sus
escritos, debemos indicar a grandes rasgos que conocía los clásicos de
la antigüedad, griegos y romanos: Homero, Polibio, Plutarco, César, Virgilio;
todos los géneros. Clásicos modernos de España, Francia, Italia e Inglaterra.
Igualmente de los más diversos sectores intelectuales: desde filósofos
y políticos como Hobbes, hasta poetas como Tasso y Camoens, pasando por
naturalista como Buffon, astrónomos como Lalande, economistas como Adam
Smith. En sus cartas pueden hallarse muchos nombres regados con espontaneidad:
los enciclopedistas y planificador Revolución Francesa, conocidos y estudiados
a fondo y cuya influencia en el credo bolivariano es fácil de señalar:
Montesquieu sobre todos. Rousseau, D'Alambert, Condillac, Voltaire. Además
Cervantes, Locke, Helvetius, Ossian, Goguet, Llorente, Napoleón, Rollin,
Berthot, De Pradt, Filangieri, Mahon, La Fontaine, Constant, Madame Staël,
Grotius, Humboldt, Ramsay, Beaujour, Mably, Dumeril, Delius, Montholon,
Arrien, Sismondi, etc.
En
parte de sus libros, que regala a Tomás C. Mosquera en 1828, se encuentran
los más diversos títulos. Claro índice de que su cultura no era unilateral
es, además de los autores citados, la siguiente diversidad de títulos,
idiomas y materias de su biblioteca: Epoques de I'Histoire de
Prusse; Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires
y Tucumán; Description Générale de la Chine; Dictionnaire Géographique;
Voyage to the South Atlantic; Gramática Italiana; Diccionario
de la Academia; New Dictionary Spanish and English; Encyclopédie
des enfants, Life of Washington; Dictionnaire des Hommes Célébres, Life
of Scipio; Mémoires du Général Rapp; Medias Anatas y Lanzas
del Perú; Cours Politique et Diplomatique de Bonaparte, Espíritu
del derecho; Influences des Gouvernements; Congreso de Viena; Viajes de
Anacarsis; Fétes el courtisanes de la Gréce; Code of laws of the
Republic of Colombia.
Fue
la suya una pasión de cultura que no conoció término; en todos y cada
uno de los maestros del saber universal quiso aprender siquiera una idea
que sirviera a la perfección de la obra de su vida: la creación de su
América, su programa revolucionario.
Profesores
había tenido hasta entonces; maestros, no. El maestro por antonomasia
de Bolívar es Don Simón Rodríguez.
Antes
de Rodríguez, los profesores habían tratado, sin gran éxito, como advertimos
por la primera carta que de él conocemos, la carta al tío Pedro, de inculcarle
conocimientos: el capuchino Andújar, de primeras letras, de religión,
de moral, de gramática española; Andrés Bello, sólo dos años mayor que
Bolívar, de aritmética, geografía y cosmografía; Guillermo Pelgrón, de
latín. También tuvo otro profesor de nombre Vides. Ninguno dejó huella
en él.
Algunos
de estos profesores lo fueron simultáneamente. Todos contribuyeron, junto
con la desaplicación del discípulo, para que éste aborreciese la sabiduría
y a los sabios. Por lo menos a los sabios de la Colonia. Enseñanza baldía;
profesores inútiles.
La
casualidad pone en manos de Simón Rodríguez, pedagogo per sé y
fanático de Juan Jacobo Rousseau, a un niño sano, rico, de alcurnia, inteligente,
sin familia, sin padres siquiera a quienes rendir estrecha cuenta de aquella
infancia. En suma, encuentra el Emilio ideal. Y Simón Rodríguez
inicia la educación que aconseja Rousseau en su Emilio.
Bolívar
es el primer hombre moderno, quizás el único, que haya sido educado para
hombre libre. Para hombre libre, según Rousseau. Así como a los príncipes
los educan para Reyes, a Bolívar lo educan para vivir libremente. El exageró
un poco y se convirtió en Libertador.
Rodríguez
le hizo cerrar los libros de texto y le abrió el gran libro de la naturaleza.
Le enseña antes que nada a ser fuerte de alma y de cuerpo convivir con
la naturaleza, sin ser víctima de ella. Le enseña a dar grandes caminatas
a cabalgar días enteros, a nadar, a saltar. En los estanques, ríos y lagunas
del campo nativo nada como un tritón horas y horas. Le transmite oralmente
cuanto el discípulo puede asimilar. Y le obliga a leer a los grandes autores
clásicos como Plutarco y a los modernos como Rousseau. A eso se limita.
Tenía
el hábito de la lectura, que conservó toda su vida. Según Mancini, al
salir de Venezuela había tomado para la travesía del Atlántico, a Plutarco,
Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Más de veinte años después, en 1828,
Voltaire era su preferido, según Perú de Lacroix: "Después de almorzar
-dice éste en el Diario de Bucaramanga- S.E. fue a ponerse en su
hamaca y me llamó para que oyese el modo con que traduce los versos franceses
en castellano; tomó la Guerra de los Dioses y la leyó como si fuera
una obra escrita en español; lo hizo con facilidad, con prontitud y elocuencia;
más de una hora quedé en oírlo y confieso que lo hice con gusto y que
muy raras veces tuvo necesidad S.E. pedirme de traducirle algunas voces.
En la comida volvió S.E. en hacer el elogio de la obra del Caballero de
Parni; pasó después a elogiar las de Voltaire, que es su autor favorito;
criticó luego algunos escritores ingleses, particularmente a Walter Scott,
y concluyó diciendo que la Nueva Eloísa de Juan Jacobo Rousseau
no le gustaba, por lo pesado de la obra y que sólo el estilo es admirable;
que en Voltaire, se encuentra todo: estilo, grandes y profundos pensamientos,
filosofía, crítica fina y diversión".
El
propio Libertador dejó referencias de los autores que estudió y una de
ellas parece referirse a la época de su vida en París. Sus expresiones
en este caso -carta a Santander, fecha 20 de mayo de 1825- tienen desusada
violencia, a causa de sentirse herido por un "godo, servil, embustero"
que le atribuía escasos conocimientos: "Mi madre y mis tutores
-dice- hicieron cuanto era posible para que yo aprendiese: me buscaron
maestros de primer orden en mi país. Robinson, que Ud. conoce,
fue mi maestro de primeras letras y gramática; de bellas letras
y geografía, nuestro famoso Bello; se puso una academia de matemáticas
sólo para mí por el padre Andújar, que estimó mucho el barón de Humboldt.
Después me mandaron a Europa a continuar mis matemáticas en
la Academia de San Fernando; y aprendía los idiomas extranjeros
con maestros selectos de Madrid; todo bajo la dirección del sabio marqués
de Ustáriz, en cuya casa vivía. Todavía muy niño, quizá sin poder
aprender, se me dieron lecciones de esgrima, de baile y de equitación.
Ciertamente que no aprendí ni la filosofía de Aristóteles, ni los
códigos del crimen y del error; pero puede ser que Mr. de Mollien
no haya estudiado tanto como yo a Locke, Condillac, Buffon,
D'Alembert, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande, Rousseau,
Voltaire, Rollin, Berthot y todos los clásicos de la antigüedad,
así filósofos, historiadores, oradores y poetas, y todos los clásicos
modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses".
"Con
todo, las obras de los autores franceses modernos, y los filósofos de
esa nación, forman lo más consistente de su acervo cultural, o por lo
menos lo que más ampliamente se refleja en sus escritos. Los nombres de
Montesquieu, de Rosseau, de Voltaire -en especial, los dos primeros- son
frecuentemente mencionados, y sus ideas aducidas, sea para apoyarlas o
para combatirlas. Se tiene la impresión -pero no es, hasta ahora, sino
eso- de que las obras de Montesquieu hablan principalmente a la inteligencia
de Bolívar, en tanto que las de Rousseau hallan sobre todo eco en su sensibilidad.
Junto a ellos, el conde Volney, cuya dedicatoria en la edición castellana
cita Bolívar textualmente en su Discurso de Angostura y de quien vuelve
a acordarse en el Cuzco, en 1825. También el abate Raynal, Marmontel,
la baronesa de Staël, Carnot el Convencional, Benjamín Constant, el poeta
Casimir Delavigne, el Abate De Pradt, el Obispo Gregoire, el conde Guibert,
La Condamine, el Abate Carlos de Saint Pierre, Sieyés. Y, junto a ellos,
Racine y Corneille, Boileau, La Fontaine y Descartes, para no repetir
los nombres que el propio Bolívar da en su carta de Arequipa".
O'Leary
también nos menciona los filósofos estudiados por El Libertador; y no
puede haber duda de que se refiere a la época del segundo viaje de Bolívar
a Europa, cuando dice: "Helvecio, Holbach, Hume, entre otros, fueron
los autores cuyo estudio aconsejó Rodríguez". Y agrega: "Admiraba
Bolívar la austera independencia de Hobbes, a pesar de las marcadas tendencias
monárquicas de sus escritos; pero le cautivaron más las opiniones especulativas
de Spinoza, y en ellas, tal vez, debemos buscar el origen de algunas de
sus propias ideas políticas". La seguridad con que lanza estos juicios
el cuidadoso edecán de El Libertador, nos hace meditar. ¿Será lícito suponer
que Bolívar comentó a menudo con él los autores que cita? Sabemos que
El Libertador le encargó a Chile, en 1823, obras de Voltaire, Locke, Robertson
y otros escritores.
Al
1legar a París, él y Fernando Toro se encontraron con varios jóvenes hispanoamericanos,
entre los cuales estaban los ecuatorianos Carlos Montúfar y Vicente Rocafuerte.
Montúfar era hijo del Marqués de Selva Alegre, que sería en 1809 Presidente
de la Junta Revolucionaria establecida en Quito, la primera en Suramérica;
y él mismo dio su vida en la lucha por la independencia. Rocafuerte no
tomó parte activa en la emancipación, y por eso se sentía en una "falsa
posición" frente a sus antiguos compañeros, y fue enemigo de El Libertador
durante los últimos años de la Gran Colombia.
Entre
estos extranjeros en la flor de la edad, así agrupados en la ciudad encantadora,
se estableció rápidamente amable e íntima camaradería. En la cual participaba
-sorprendente hallazgo- don Simón Rodríguez, el recordado maestro de Caracas.
No olvidemos que Rodríguez apenas había rebasado los treinta años, y por
eso fue, en gran parte, sólo un compañero más en aquel grupo. En 1826
le escribía a Bolívar: "No sé si usted se acuerda que estando
en París, siempre tenía yo la culpa de cuanto sucedía a Toro, Montúfar,
a usted y a todos sus amigos", palabras que sugieren las
amistosas riñas que a cada momento surgirían entre aquellos jóvenes y
el travieso pero respetado pedagogo.
La
vocación de Bolívar era el ejercicio de las armas. En enero de 1797 ingresó
como cadete en el Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua,
del cual había sido Coronel años atrás su propio padre. No tenía aún 14
años cumplidos. En julio del año siguiente, cuando fue ascendido a Subteniente,
se anotaba en su hoja de servicios: Valor conocido, aplicación: sobresaliente.
El adiestramiento práctico en los deberes militares lo combinaba Bolívar
con el aprendizaje teórico de materias consideradas entonces la base de
la formación castrense: las matemáticas, el dibujo topográfico, la física,
etc., que aprendió en la Academia establecida en la propia casa de Bolívar
por el sabio Capuchino Fray Francisco de Andújar desde mediados de 1798,
y a la cual asistían también varios amigos de Simón.
A
comienzos de 1799 viajó a España. En Madrid, bajo la dirección de sus
tíos Esteban y Pedro Palacios y la rectoría moral e intelectual del sabio
Marqués de Ustáriz, se entregó con pasión al estudio. Recibió allí la
educación propia de un gentilhombre que se destinaba al mundo y al ejercicio
de las armas: amplió sus conocimientos de historia, de literatura clásica
y moderna, y de matemáticas, inició el estudio del francés, y aprendió
también la esgrima y el bailé, haciendo en todo rápidos progresos. La
frecuentación de tertulias y salones pulió su espíritu, enriqueció su
idioma, y le dio mayor aplomo.
RASGOS
FISICOS
Y
ahora sí, próximo a la plenitud, aunque sólo tenía veintitrés años, y
enriquecido por conocimientos y observaciones sobre los cuales había aprendido
a reflexionar, podemos comenzar a buscar en él al futuro Libertador. Tal
como se presentó en Caracas le convenía ya, con las salvedades imprescindibles,
el retrato que muchos años después le hizo su edecán O'Leary: "Bolívar
-escribe- tenía la frente alta, pero no muy ancha, y surcada de arrugas
desde temprana edad, indicio de pensador; pobladas y bien formadas cejas;
los ojos negros, vivos y penetrantes; la nariz larga y perfecta: tuvo
en ella un pequeño lobanillo que le preocupó mucho, hasta que desapareció
en 1820 dejando una señal casi imperceptible; los pómulos salientes; las
mejillas hundidas, desde que lo conocí en 1818; la boca fea y los labios
algo gruesos. La distancia de la nariz a la boca era notable. Los dientes
blancos, uniformes y bellísimos; cuidábalos con esmero. Las orejas grandes
pero bien puestas. El pelo negro, fino y crespo lo llevaba largo en los
años 1818 a 1821, en que empezó a encanecer. Y desde entonces lo usó corto.
Las patillas y bigotes rubios; se los afeitó por primera vez en el Potosí, en 1825. Su estatura era de cinco
pies seis pulgadas inglesas. Tenía el pecho angosto; el cuerpo delgado,
las piernas sobre todo. La piel morena y algo áspera. Las manos y los
pies pequeños y bien formados que cualquier mujer habría envidiado. Su
aspecto, cuando estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando
irritado: el cambio era increíble.
"Hablaba
mucho y bien; poseía el raro don de la conversación y gustaba de referir
anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto; sus discursos
y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas
son modelos de la elocuencia militar. En sus despachos lucen, a la par
de la galanura del estilo, la claridad y la precisión. En sus órdenes,
que comunicaba a sus tenientes, no olvidaba ni los detalles más triviales,
todo lo calculaba, todo lo preveía".
"Tenía
el don de la persuasión, y sabía inspirar confianza a los demás. A esas
cualidades se deben, en gran parte, los asombrosos triunfos que obtuvo
en circunstancias tan difíciles, que otro hombre sin esas dotes y sin
su temple de alma se habría desalentado. Genio creador por excelencia,
sacaba recursos de la nada".
"Gran
conocedor de los hombres y del corazón humano, comprendía a primera vista
para qué podía servir cada cual; muy rara vez se equivocó. Hablaba y escribía
francés correctamente, e italiano con bastante perfección; de inglés sabía
poco, aunque lo suficiente para entender lo que leía. Conocía a fondo
los clásicos griegos y latinos, que había estudiado, y los leía siempre
con gusto en las buenas traducciones francesas".
Así
lo verían, a su regreso, en Caracas. Ahora sí era verdad que "nadie
lo reconocería", según la expresión hiperbólico que usan en Venezuela,
sobre todo los ancianos, para indicar los cambios experimentados por un
joven.
PERSONALIDAD
Nota
sobresaliente en la faceta intelectual de El Libertador es la objetividad,
o sea, la característica mental que permite reconocer y apreciar los hechos
-independientemente de la simpatía o antipatía que puedan inspirar- en
su tamaño propio y dentro de estructuras totales.
La
objetividad en Bolívar se expresa en dos direcciones. Una individual,
que denominaremos autocrítica, concretada en el exacto conocimiento de
sí mismo. Y otra referida hacia los demás, y que llamaremos ecuanimidad.
En
el político es fundamental conocerse. Es rara esta cualidad; lo corriente
es que el individuo ignore sus posibilidades, que se supervalore o se
subestime, que tenga entrabada su personalidad por una de esas embarazosas
armaduras psíquicas que son los complejos. En el prepórtico de su vida
pública, Bolívar escribió: "Es siempre útil el conocerse, y saber
lo que se puede esperar de sí". Con claridad entendió cuál era su
empresa, y no se equivocó en cuanto a su temperamento y sus aptitudes.
Dice que no está hecho para la función sedentaria y que detesta la administración.
Sabe que los peligros lo tonifican; siente que su ánimo se estimula ante
la adversidad. No pide reposo material para pensar mejor; sabia abstraerse,
aislarse en medio de humanos torbellinos y concentrarse en la meditación
de sus ideas. "Hay hombres -decía- que necesitan estar solos y bien
retirados de todo ruido para poder pensar y meditar; yo pensaba, reflexionaba
y meditaba en medio de la sociedad, de los placeres, del ruido y de las
balas. Sí, me hallaba solo en medio de mucha gente, porque me hallaba
con mis ideas y sin distracción".
En
cuanto a su personalidad mental -en sentido estricto- la apreciación más
exacta, comprobable por quienquiera que analice su obra, es la que de
manera condensada él mismo formula así en 1825: "No soy difuso....
soy precipitado, descuidado e impaciente..., multiplico las ideas en muy
pocas palabras".
Un
testimonio fidedigno, aparte de los escritos a disposición del más severo
examen, el de Luis Peru de Lacroix en 1828, confirmará la concisión bolivariana.
Peru de Lacroix lo vio y observó muy de cerca: "En todas las acciones
de El Libertador y en su conversación se ve siempre, como he dicho, una
extrema viveza: sus preguntas son cortas y concisas; le gustan contestaciones
iguales, y cuando alguno sale de la cuestión, le dice, con una especie
de impaciencia, que no es lo que ha preguntado: nada difuso le gusta".
Su
precipitación la había observado desde su niñez; en la primera carta que
de él se conserva dice que se le "ocurren todas las especies de un
golpe". Esa precipitación le impedirá ser más afortunado y certero
en la planificación de ciertas instituciones. Es igualmente fácil comprobar
lo que afirma sobre su descuido e impaciencia.
Merece
consideración particular su aserto autocrático de que multiplica las ideas
en muy pocas palabras. El mérito de Bolívar, implícito en su peculiar
don de síntesis, es el de su riqueza conceptual e ideológica. Podrían
citarse muchas expresiones suyas, líneas breves con una potencia de enseñanza
insospechada a simple vista. Por esta característica, su pensamiento ha
sido objeto de las más diversas interpretaciones; algo parecido a lo que,
salvando la distancia, ocurre con versículos bíblicos. Todos los traficantes
políticos, los gestores de todos los partidos americanos han buscado en
palabras de Bolívar, banderas para sus parcialidades; ello no lo asombra:
"Con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos
lo invocan como el texto de sus disparates". Medítese la frase: el
texto de sus disparates, y se comprenderá por qué ha sido difícil
para el lector ordinario, acostumbrado a las informaciones indirectas,
el conocimiento verídico de las ideas de Bolívar. En la mayor parte de
los casos, el lector común, nuestro hombre medio, precisamente aquél para
quien forjó El Libertador su doctrina, se halla perplejo al no poder separar
la propaganda de la verdad. Son muy escasos los intérpretes objetivos
y globales del pensamiento bolivariano; todavía se persiguen en la obra
de El Libertador expresiones sueltas para pretender justificar indignidades
o cubrir miserias. A Bolívar no puede comprendérsele si el estudioso no
posee al par que una mentalidad científicamente capaz, comprensiva y avisada,
una gran escrupulosidad ética. Aún abundan esos que hábilmente silencian
la voz acusadora de Bolívar, para dar resonancia a la parte que parece
servirles en sus aventuras; pero si esta traición al pensamiento bolivariano,
en cuanto a un inteligente escamoteo de sus palabras, es absolutamente
perniciosa, más lo es aún la interpretación desagajada de su unidad original.
Son solidariamente culpables del pésimo conocimiento que se tiene de Bolívar,
todos sus intérpretes fragmentarios. Su obra no es para leerse y comprenderse
por cuotas, ni para asimilarse en frases aisladas. El estudio honesto,
y naturalmente el estudio científico -con la ética propia de la investigación
auténtica- ha de penetrar en la unidad, ha de reconstruir previamente
el panorama; en este sentido el método indicado es buscar la estructura,
entender en conjunto y asimilar de manera global. Tal es la fórmula para
un acercamiento válido a su obra; y no se crea que ésta es una recomendación
más o menos influída por los métodos científicos en boga; es pauta del
propio Libertador, quien precisamente refiriéndose al Discurso de Angostura
-su más densa expresión política- da al futuro la técnica interpretativa
por intermedio de su amigo Don Guillermo White: "Tenga Ud. la bondad
de leer con atención mi discurso, sin atender a sus partes, sino al todo
de él".
Múltiples
testimonios de un espíritu ecuánime, de una mentalidad objetiva capacitada
para mirar la verdad sin apasionamiento, hallamos repetidas veces en su
obra. Su ecuanimidad no se empaña ni se desmiente, ni siquiera cuando
se trata de hechos que le atañen por referirse a su familia. Tampoco cuando
se trata de sus amigos; los conoce bien, y sabe dónde pueden dar el mejor
rendimiento.
Sus
aciertos en la apreciación de méritos son notables, el cariño no logra
desviarlo; así dice llanamente a Santander en 1823: "los intendentes
de Bogotá y Caracas son eminentemente malos, con ser los mejores del mundo
y mis mejores amigos". Esta virtud mental posee mucho interés para
la estimación de su labor intelectual; ya no habrá sorpresa cuando se
diga que El Libertador era un observador de mirada precisa, capacitado
para formular una crítica imparcial. Esta cualidad especialmente ha de
tener fecunda proyección en su opinión política, sociológica e histórica.
Era
además un hombre de mirada aguda; no pasaba tan inadvertidamente por encima
de las cosas mínimas, como ordinariamente se cree. Está siempre atento
a su circunstancia con ojos que abarcan a los grandes hechos y a los pequeños:
en Guayaquil nota prontamente que se casan muy tempranos los muchachos;
desde Lima subraya que "en Caracas era moda pensar todos mal contra
el gobierno". Y véase igualmente el caso del joven Michelena a quien
destituye en Lima; la conducta de Bolívar responde en este caso a un cuidadoso
proceso de observación.
Su
don observador unido a su ecuanimidad llévalo a un conocimiento exacto
de sus hombres; ya anotamos que conocía las aptitudes de éstos.
Estudiaba
la personalidad psíquica de sus amigos, y aplicaba a cada uno el tratamiento
adecuado; en este sentido es un psicólogo espontáneo, sus cartas más cuidadosas
y políticas son para Santander, sus cartas más plenas de nobleza y afecto
son para Sucre.
Por
último en la fisonomía intelectual de Bolívar señalaremos su tendencia
discreta al humorismo, la facilidad para captar -hasta en momentos serios-
la nota risueña. Asimismo llamamos la atención sobre su forma tan espontánea
de mezclar expresiones populares en sus cartas; Bolívar repetía frases
del vulgo, conocía sus refranes y los aplicaba con tino
Cualidades
morales de Bolívar son la nobleza de espíritu y la constancia. La nobleza
espiritual ya supone una serie de virtudes, supone sobre todo una buena
capacidad de desprecio; Bolívar sabía despreciar, sorprende que en sus
cartas no se ocupe, con la debida insistencia, de sus enemigos; trabajo
cuesta indagar en su correspondencia los nombres de sus adversarios.
La
constancia es el denominador común de la empresa de Bolívar; jamás cede
él en su propósito, su voluntad "no desmaya y aún se fortifica con
la adversidad", por eso la consigna de Pativilca ha llegado a simbolizar
su carácter. "El valor, la habilidad y la constancia corrigen la
mala fortuna", dijo en su primer memorial político. Es efectivo el
afán que jamás se doblega.
Su
carácter práctico y dinámico, encaminado directamente hacia sus objetivos,
explica una de sus críticas básicas a los hombres de la Primera República,
quienes, a juicio de Bolívar, se equivocaron al pensar que sus principios
saldrían victoriosos y serían respetarlos por su sola verdad y bondad
intrínsecas. El triunfo de una doctrina es obra de tenacidad y de lucha,
su bondad es aliciente y estímulo para que sus propugnadores no la abandonen.
La
vida entera de Bolívar fue fiel a la idea de la necesidad de la acción
permanente; reconocía en todo instante la creadora proyección de la energía,
sin ella "no resplandece nunca el mérito, y sin fuerza no hay virtud,
y sin valor no hay gloria". En la historia halla asideros, recuerda
que más le valió a Cicerón un rasgo de valentía que todos los prodigios
de su genio. Si se investiga el perfil de su deber, se comprende por qué
existe en Bolívar junto a un carácter generoso un hombre riguroso e inexorable,
terrible cuando las circunstancias son terribles. Su actividad utiliza
los elementos propios de la disciplina y de la fuerza cuando ha menester;
no sólo fusila desertores y traidores y encarcela delincuentes y deudores
del Estado, sino que su justicia toca hasta sus allegados. En hora crítica,
obligado a restar una ventaja a sus antagonistas, decreto la guerra a
muerte; después vendrá el momento de celebrar el tratado regularizador
de la contienda; y el mismo firmante de la proclama de Trujillo señalará
más adelante a sus soldados "la obligación rigurosa de ser más piadosos
que valientes".
El
Libertador tenía noción de su propia personalidad, y sabía los linderos
y la dimensión de su esfuerzo. Conoció la magnitud de su obra; era llano
y sencillo. En las páginas de Peru de Lacroix, quien lo retrata con ojos
de intimidad, se advierte la personalidad de Bolívar constituida por rasgos
sobrios y severos, fáciles en todo momento de ser reconocidos y observados
sin misterio.
La
figura moral de Simón Bolívar se refleja en todas su expresiones. El investigador
científico no encuentra inconsecuencias en los escritos de Bolívar, porque
no las hubo. Don Vicente Lecuna, sabio en materia bolivariana, recogió
en forma que obliga la gratitud del mundo, la obra escrita de El Libertador.
La honestidad y competencia del eminente compilador es garantía suficiente
de que no ha habido lagunas convencionales, ni ocultamientos, ni tergiversaciones,
ni cortes ni enmendaturas. Las fuentes, siempre claras, están indicadas
en todas las publicaciones hechas por Lecuna, con absoluta precisión.
Mas
no es necesario buscar en los libros la dimensión moral de Bolívar, más
que en palabras ella consta en hechos, está en la vida de quien pudo decir:
"¡Para qué necesitaré yo de Colombia! ¡Hasta sus ruinas han de aumentar
mi gloria! Serán los colombianos los que pasarán a la posteridad cubiertos
de ignominia, pero no yo. Ninguna pasión me ciega en esta parte, y si
para algo sirviera la pasión en juicios de esta naturaleza, sería para
dar testimonios irrefragables de pureza y desprendimiento. Mi único amor
siempre ha sido el de la patria; mi única ambición, su libertad".
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